STILL-LIFE
Una pequeña reservada y quieta contempla la pantalla de un televisor.
Dos niñitas se asoman por el borde de un mueble de madera para curiosear un equipo de música que descansa en su superficie.
Tres niños miran absortos un elemento gris inidentificable que yace sobre la pierna del que está sentado en medio de los otros dos.
Cuatro niños observan fijamente un punto fuera de cuadro, cada uno sostiene en sus manos un control de videojuego.
Una niña corre por una playa sonriendo hacia un objetivo que nos es desconocido.
Otra niña apunta una pistola de agua, su cuerpo se inclina hacia atrás como lo haría una mujer a punto de disparar su revolver en una película de Hollywood.
Una familia sentada en la mesa de un estación de servicio saluda a alguien cuya silla yace vacía en primer plano.
Una mujer se agacha para sacar una fotografía, junto a ella una niña mira, no se sabe exactamente qué.
Me pregunto cómo podré acercarme a estas instantáneas sin equivocarme, sin forzarlas a ingresar a otro lado, a una localidad que no le es propia. Lo cuestiono porque a pesar de que son escenas perfectamente identificables, y por lo tanto permeables, algo hay en ellas que no permite tomarse tantas libertades, que exige un respeto por su intimidad. Por lo mismo creo que lo mejor será partir con un equívoco, como el que evoca en las personas la fotografía (al ser considerada la prueba irrefutable de una realidad “auténtica”). O quizás comenzaré con un error de traducción, con la mala jugada del traspaso literal. Quiero proponer que la pintura de Anelys Wolf, o mejor dicho su resistencia a la pintura, se alimenta de estos momentos en que la vida pareciera quedarse quieta, o al menos pasa más despacio, en “tiempo lento”.
Lo que los cuadros aquí expuestos tienen en común entre sí, aquello que los vuelve descifrables, no creo encontrarlo en los aparatos electrodomésticos que titulan la serie, sino en esa densidad temporal propia de los juegos infantiles y de los retratos familiares. Lo que une a las imágenes de Wolf es un espesor cotidiano, que puede persistir en la vida adulta, por ejemplo, en una calurosa tarde de domingo. Parte de la eficacia de esta operación se basa en la referencia a la fotografía en tanto tecnología de registro y reciclaje de la memoria doméstica. Las fotos familiares a pesar de constituir un lugar común, con el cual todos podemos identificarnos, imponen asimismo un hermetismo absoluto: el momento está cerrado, son composiciones consumadas.
Para Wolf pintar esas fotos constituye un proceso de apertura que tiene relación con volverlas más borrosas. Las somete a un proceso de transformación en que desaparecen ciertos elementos secundarios, se altera levemente el encuadre, aunque en general sigue respetando las reglas del snapshot. Se trata de imponerles una pequeña dosis de olvido que hace que las cosas se asemejen unas a otras. De este modo las imágenes dejan de corresponder a determinados acontecimientos –una madre saludando, niños jugando, una pequeña mirando televisión– y comienzan a parecerse más a los estados de ánimo que los sustentan.
En este tránsito hacia la indefinición la pintura se torna casi transparente, aguada, como si buscara amortiguar el sopor de la rutina. En el trabajo de Wolf no encontramos la pesantez de un estado nostálgico, más bien aparece una sencilla y feliz aceptación de la banalidad. En estos cuadros las cosas pasan de cerca y lentamente, la clausura de antaño se configura en un nuevo paisaje, que aunque tiene sus limitaciones es más accesible. No obstante, la puerta la deja solo entreabierta, ya que en alguna medida aquella complicidad original entre el fotógrafo de antes y su modelo se resguarda. Wolf asume su distancia, es lo que le permite pintar. En sus imágenes, y a pesar de la simpleza etérea que le otorgan sus fondos casi vacíos, persiste una intimidad inviolable: ese enigma las vuelve atractivas.
Hay un vínculo entre la depuración y el resguardo, entre la simplificación de la forma –que en este caso implica quitarle nitidez a las cosas, hasta cierto punto que se contaminen entre entre sí- y el cuidado con el lugar anímico. En esto repercute también la relación entre la artista y su localidad geográfica y cultural. Wolf le resta a Chiloé los accesorios de su imagen folclorizada y turística. Cuando se asoma el paisaje local es posible confundirlo con muchos otros, incluso podría decirse que lo reinventa en su metódico procedimiento de pintar al revés (en lugar de empastar, disuelve la pintura). A pesar de que las afirmaciones tajantes y unívocas no son compatibles con el trabajo de Wolf , me permitiré hacer solo una que me resulta inevitable: su obra se sustenta a partir de un posicionamiento en y desde la localidad de Chiloé. Esto no significa que lo representa, ni que debiese hacerlo, sino sencillamente que al ver un cuadro suyo todo se difumina, y sin embargo no pierde nunca su lugar. La claridad de su ubicación primera es lo que le permite desplazarse con tanta facilidad entre escenas y tópicos disímiles.
El aspecto inacabado de las telas pareciera contener una pequeña revelación. Los fondos prácticamente crudos develan cierto deseo por deshacerse de la pintura, desaprender la escuela. Las imágenes se muestran en un estado casi pudoroso, contenidas, dan la impresión de que estarían más cómodas dibujadas en la esquina de una libreta telefónica, o como un recorte pegado en la agenda de un escolar. Wolf pinta de un modo amnésico: como si quisiera olvidar las historias, olvidar que está pintando, apenas da cuenta que lo hace desde la remota isla meridional de Chiloé; sin embargo, y al mismo tiempo, su pintura en voz baja nos lo confiesa casi todo.
María Berríos
Santiago, 2006